sábado, 30 de octubre de 2010

Cartas Fluminenses



                                                    Los Ríos, 23 de enero del 2009.




Fabio:


            A poco llegara a mis manos tu muy afectuosa carta datada en los predios papales de Roma –que he leído con deleite en más de una ocasión- , hice incontinenti decidido propósito de responderla…, y ya ves, sucediéndose en larguísima sarta, los días han transcurrido con implacable celeridad, con recalcitrante porfía, siendo esta la fecha en que no por hallarme ocupado en más urgentes menesteres sino a causa de la viciosa negligencia de que adolezco en materia de corresponsalía epistolar, sólo ahora, cordial y prominente amigo, tres embargosas semanas después de haber abierto el sobre en que venía, me dispongo por fin a contestarla.

            Tan incalificable dilación por lo que toca a dar constancia del recibo de tu misiva mediante el sencillo expediente de remitirte a vuelta de correo dos o tres cuartillas hijas de mi voluntad desmayada y corto ingenio, parejo diferimiento, insisto, si bien no es acreedor de atenuante alguno, a buen seguro que encontrará en tu nunca desfalleciente cariño la tolerancia y comprensión que no merece.

            Por lo demás, carísimo Fabio, no pongas en duda que la única ventaja de haber dado largas a estas palabras -a cuyo amparo me encomiendo en la desesperada empresa de reparar mi imagen de moroso correspondiente- es que he podido disponer de tiempo de sobra para rumiar a mi entero sabor casi todas las cuestiones sobre las que te despachas garboso y lúcido, pero acaso también con alguna precipitación, en la muy grata esquela que ante mis ojos tengo.

            Acaso, a guisa de preámbulo, proceda decirte antes de que eche a rodar, cual acostumbro, peregrinos dictámenes sobre asuntos de mayor calado y entidad, que no tienes por qué lamentar que no haya accedido a la solicitud (en verdad generosa puesto que costeabas pasaje y estadía) de que te acompañase en el feliz periplo europeo que estás apenas iniciando y que, si los astros te son propicios, te llevará a la abrupta diafanidad de Grecia, a Lutecia gloriosa, a las brumas de la insular Britania y, para concluir, a nuestra hidalga Hispania, cuna de tantos sinsabores y grandeza…

            Preciso que me creas y abras bien los oídos a lo que ahora te expondré: no acepté la invitación que por modo reiterado  me extendieras porque la tuviese a menos o recelase de la sinceridad del desprendimiento que acusaba, ni tampoco porque la edad –que no me pesa- ni mi salud –a Dios gracia excelente- me impidieran hacerte compañía. No. Borra de tu mente la idea de que no supe apreciar tu ofrecimiento por hallarlo insuficiente o escasamente apetecible. No es el caso. La razón de que me negara a embarcarme contigo en esa promisoria travesía es sólo una que nada tiene que ver con la inexcusable desestimación de las bondades del recorrido a que me convidabas; razón que no es otra que estar atravesando yo por un singular período –cuanto se prolongará no lo sé- de intensa introspección, de espiritual rendición de cuentas, de empeñoso apartamiento y retiro de los apegos externos y casi diría, si no temiera incurrir en onerosa hipérbole, de altiva cuanto melancólica misantropía. En ánimo tan poco propenso a socializar –aunque lo que llegare a impresionar mis retinas pudiera revelarse maravilla digna de exultación y pasmo- caí en la cuenta de que no iba yo a disfrutar de esa excursión ni, por más que me esforzara, conseguiría ser ameno acompañante para nadie deseoso de compartir en regocijante plática, como sucede con todo deslumbrado viajero, hasta sus más intrascendentes sentimientos.

              Así, preferí sin vacilar correr el riesgo de pasar por ingrato rechazando tu tentadora invitación, antes que hacerte el flaco servicio de aceptarla; que la amistad, bueno y paciente Fabio, cuando es genuina reclama a veces la frontal expresión de verdades incómodas.

            Por otra parte, si te sirve de consuelo, amén de que no se te oculta que las tierras a las que proyectas ir yo las conozco como la palma de mi mano por haber vivido en ellas durante meses –y hasta años- en diferentes etapas de mi formación intelectual, abrigo la certidumbre de que de cierta manera, así sea arrimados ambos al vicario recurso de la correspondencia, no dejaremos de confraternizar, pues si algo tengo por cosa averiguada es que a través del correo me harás cumplido y pormenorizado comentario de cuanto sea digno de interés en cada un lugar a donde tu insaciable curiosidad te empuje; y, por descontado, si bien soy el último en poner a precio mi diligencia para responder misivas, haz cuenta de que ninguna de las cartas que me dirijas quedará sin la debida contestación, ya que no holgaré que cruce por tu mente la sospecha de que no eres importante para este tu senescente amigo que eligió sucumbir a la humorada de permanecer a solas con sus entrañables nostalgias y amarillentos legajos en su rincón campestre de Los Ríos, en vez de volver a poner sus plantas sobre el suelo de Europa donde, si la memoria no me engaña, pese a los ostentosos desplantes de la avasalladora modernidad, no sólo los venerables monumentos del pasado prestigioso, sino hasta el aire mismo que allí se respira, huele a rancio.

            Desde mi caribeño retiro de Los Ríos, sobre el elevado promontorio donde frente a la costa se yergue mi rústica cabaña, mientras contemplo un cálido mar turquí que besa con insaciable concupiscencia la arena casta de la playa, yo, al socaire de los engorros y cuidados a que no escapa ni el más afortunado habitante de las metrópolis, sin moverme del recoleto escondrijo isleño donde moro, pasearé contigo por las ruinas del Foro romano, con tus ojos deslumbrados nuevamente veré bajo el cielo del Ática la sin igual Acrópolis, me sentaré en París a degustar una copa de vino añejo en cierto café del Barrio Latino, oiré sonar la infalible campana del Big Ben de Londres y no olvidaré saludar en Madrid las Meninas de Velásquez que el Museo del Prado atesora para deleite inefable del fruidor…

            Así, en epistolar peregrinaje a tu lado andaré aunque nunca me haya desplazado de la amada comarca en la que habito.

            Para introito vamos sobrados con lo dicho. Paso ahora a esclarecer cierto asunto al que aludes en afable tono de reconvención en tu prolijo cuanto suculento franqueo postal.

Te quejas, en efecto, estimado Fabio, de que me he recluido a modo de anacoreta en agreste aislamiento justo a la hora cuando, a tu entender, más falta hace mi presencia pública de orientador en el campo de las ideas y de “modélica encarnación de una postura intransigente por lo que atañe a la defensa de los más encumbrados valores del espíritu humano”, valores que, de prestar oídos a tu benévola opinión, mi obra literaria y filosófica ostentaría por emblemático modo.

            ¿Qué cabe alegar ante a esa amistosa protesta fruto antes que de razonable criterio, de la admiración y lealtad que mi humilde persona siempre te ha inspirado?... Acaso que al observar que mi cabello ayer de un castaño lustroso que en apretadas ondas caía sobre mi frente, se ha vuelto ralo y ceniciento recordándome que el tiempo no pasa en vano y que he vivido ya más de lo que me resta por vivir; al advertir –te confieso- el agravio de los años que a las claras denuncian las arrugas del rostro, las violáceas ojeras y la tez macilenta y opaca, me hice el firme propósito de aprovechar a plenitud el plazo seguramente breve que la imprevisible Cloto me tiene reservado todavía, en virtud de lo cual he ido rompiendo lazos con todo lo que no es primordial y sustantivo, con cuanto se revela ajeno a lo único que en realidad he descubierto que importa: encontrar el sentido de mi existencia y, por extensión, de todo lo que existe.

            En pos de semejante cometido, tan descomedido como impostergable, cuyo exitoso fin requiere por parejo –harto me lo temo- talento y persistencia superiores a los míos, he ido dejando atrás sin pena ni remordimiento intereses de muy distinto género que antaño me parecieron cruciales. Así, pues, ya no me preocupé más porque mi nombre sonara o dejara de sonar; me retiré de las tertulias literaria; me abstuve por completo de dar charlas y recitales; renuncié a la cátedra universitaria tras obtener la jubilación; salvo entregarlos al esquivo e improbable lector en los estantes de una que otra librería, nada hice por difundir los escritos que he seguido, tal vez respondiendo a la inercia de la costumbre, publicando; interrumpí mi labor de comentarista cultural en la prensa y no accedí ya, como con anterioridad estilaba, a intervenir en controversias y debates de viso cultural sobre temas polémicos de efímera actualidad con los que los medios de comunicación satisfacen por un instante el insaciable apetito de sensacionalismo y baratijas de las masas.   

            En resolución, meritísimo Fabio, corté las amarras con las mundanas veleidades en razón de que me he vuelto asaz selectivo y riguroso por lo que hace al empleo del tiempo que, bien entrado en la séptima década de mi existencia, si algo proclama es que la Parca con paso sigiloso se aproxima.
           
El apartamiento en el que cual ermitaño he decidido vivir y ha provocado tu censura, es producto también –párrafos atrás lo señalaba- de que, en punto a degradación de las usanzas lo que está ocurriendo donde quiera la importuna curiosidad me incita a posar la mirada,  ha ido acidulando mi carácter, trocándome en lo que nunca fui, en lo que jamás pensé me convertiría: este individuo huraño e insociable, que si no ha perdido la fe en la capacidad del hombre para superar sus desoladoras insuficiencias, al igual que encaja el púgil el doloroso puñetazo en la boca del estómago, ha aprendido a aceptar la posibilidad de que la vía torcida por la que la criatura humana se ha enrumbado, dando las espaldas al llamado de lo trascendente y numinoso y verdadero, la precipite en el abismo de la barbarie total y definitiva.

            Dos mil seiscientos años después, me contemplo a mí mismo ratificando melancólicamente el veredicto de Simónides, el famoso lírico de Ceos, cuando decía “Es infinita la estirpe de los necios”; y no me queda otro remedio que repetir, con la pesarosa convicción de que no han perdido ni un gramo de vigencia, las palabras en que amonedó Teognis de Megara su desazón ante el desmoronamiento de las virtudes tradicionales a las que sus compueblanos habían renunciado: “ ¡Ah, Cirno, esta es aún nuestra ciudad, pero es otra su gente!”.

             ¿Por qué me he enclaustrado en el aislado paraje de Los Ríos? Porque si de algo estoy cierto es que, en lo que atañe a las motivaciones que confieren  dignidad a este asombro de carne desahuciada que lleva el nombre mío, un espeso y elevado muro de intratable granito me separa hoy por hoy del resto de mis congéneres, tanto de los del cónclave de intelectuales y académicos mirlados, como del numeroso rebaño becerril de la gente de a pie. Al retraerme en mi refugio fluminense a solas con mis cavilaciones legañosas, no he hecho sino oficializar –acudamos al lenguaje burocrático- la insalvable distancia que ya existía entre la muchedumbre y yo por lo que concierne al cultivo del pensamiento y el sentir.

            No es que me imponga la tarea, Fabio, de ejercitar desde el improvisado palenque de estas cuartillas justificaciones ingeniosas a tus expensas, pero convendrás que sería contra razón pedir a quien goza de la visión perfecta de sus dos ojos que se perfore uno porque son tuertos los que nos rodean. Es error de a folio creer que el aspirante a la sabiduría tiene para con el pueblo llano deber distinto al de buscar asiduamente, en contemplativo extrañamiento, la luz que brota de los principios fundativos y eternos; es idea descabellada que no guarda relación con la naturaleza de la vida sapiencial, asumir que la eficacia regeneradora del arte, la literatura, la filosofía, la mística y la ciencia ha de sujetarse a militancias doctrinales o al activismo de corte ideológico o político; es desatino exigir al poeta que someta su canto, obsequio de las Musas, a dictados extrínsecos de variopinta índole en orden a promover transformaciones progresivas –acaso pertinentes- en el cuerpo social; constituye alarmante desvarío no darse por enterado de que en el orbe de la creación y el usufructo estéticos, como también en el espacio del conocimiento racional y teórico, o asimismo en el firmamento de la metafísica indagación en los hontanares del Ser, el hombre topa con su más radical y genuina verdad, con el único fundamento capaz de colmar de sentido su existencia tornándola pródiga e inexhausta como Cuerno de Amaltea.
           
Empero, amigo leal y probo, considera con reflexivo detenimiento lo que a seguidas expondré: ¿De qué sirve la albura del mármol –carne de los dioses- si hoy la estatua se hace con broza e inmundicia? ¿Qué papel ha de jugar la belleza, la perfección, la gracia, cuando el Moloch de la vulgaridad ha invadido de hoy en más nuestra casa y el espíritu de intuición y profecía, enmudeciendo, ha franqueado el paso a un universo chato de fantasía sin alas?...

            Esta es la era de la vileza y de la náusea; es el tiempo del asco y la viscosa angustia; autor y víctima de un descomunal naufragio axiológico, el hombre contemporáneo, desesperado, se aferra a cualquier tabla, credo, dogma o evangelio con tal de no hundirse en las aguas heladas de su insufrible insustancialidad.

            No, Fabio, no; ¿por qué he de poner mi conato en la desorbitada empresa, de antemano condenada al fracaso, de avivar el recuerdo de las nobles y empinadas hazañas del espíritu a una descastada raza de hombres que ha perdido por completo el apetito de lo excelso y duradero, a una caterva de mentes tullidas que tan solo halla pasajero solaz en las mil y una estratagemas torpes de olvidar su vocación de altura? ¿Puede nadie enseñar el vuelo a los gusanos?

            Nací demasiado tarde o demasiado temprano, no lo sé. Lo que no admite, en todo caso, discusión es que vivo en un enclave que no es el mío, en el que a las claras permaneceré por siempre en ostracismo, entre gentes extrañas que tienen la consistencia de las sombras, perpetuo desarraigado, forastero perplejo, atónito espectador de rituales mostrencos y conductas malsanas.

            Y para no dejar la harina amasada a medias por lo que respecta a las ideas con las que te he quizás escandalizado en los renglones que anteceden, he de aclarar, discretísimo correspondiente, que me honras, aunque por modo improcedente, cuando para condenar en mi actitud de fosco retraimiento lo que calificas de “despecho” y “pesimismo”, me atribuyes –cito ad litteram tus palabras- “la varonía superior del gran decepcionado”. Ni el cargo de decepción con el que me acriminas, ni la halagüeña fórmula de “varonía superior” con la que me indemnizas me lucen acertados. Veamos de mostrarlo: por un lado, la superioridad que equivocadamente tu benevolencia me adscribe, de fijo que no se compadece con las múltiples carencias de que adolezco, y no reconocerlo sería de mi parte presuntuoso; por otro lado, la decepción que a tu entender revelan mis palabras y comportamiento no es tal porque, hasta donde me lo permite percibir la medianía de mi ingenio, sólo se decepciona quien nutrió alguna vez  ilusiones que no fraguaron; y si bien es cierto que no me canso de condenar con aspereza, excitación y enojo el filisteísmo y vulgaridad reinantes, lejos estoy de haberme embriagado nunca con la suposición de que la humanidad en su conjunto –no así éste u aquél individuos excepcional- pudiera una mañana despertar habiendo dejado atrás, como hace la culebra cuando muda la piel, su triste inclinación a la estolidez y la bajeza. La humanidad –conclusión penosa a la que he arribado- es irredimible; y el que a salvarla se disponga incurre en peligrosa candidez o está tallado en la admirable madera del héroe consciente de su afición al sacrificio… Como nací irremediablemente inepto para la acción heroica y demasiado lúcido para alimentar ingenuas esperanzas acerca del adelantamiento ético y sapiencial de mis conciudadanos, sólo he encontrado salida a semejante atolladero segregándome de la muchedumbre, poniendo tierra de por medio entre las agobiantes comodidades y embaucadoras sofisticaciones de la gran urbe, de un lado, y mi alma definitivamente inadaptada porque hecha, en acabado antagonismo con los afanes de la modernidad, a los sencillos goces de la existencia contemplativa, del otro.

             Mientras el hombre del común (rico o pobre, leído o ignorante) procura granjearse con obsesiva diligencia las veleidosas caricias que proporcionan el opulento patrimonio y el lujo; mientras despilfarra sus mejores años sacrificando su propia tranquilidad y la de su familia empleado a la tarea de obtener fama, prestigio, nombradía para brillar –aunque tan sólo sea por un fugaz instante- en el firmamento de las nulidades que la mediática obsecación exalta; mientras se deja seducir por los rutilantes ornatos de la superficialidad y la extravagancia; mientras con frenesí se entrega, cosa de combatir el tedio y el vacío, a las infinitas variantes del desenfreno, a los obtusos reclamos de un desordenado como fatigoso hedonismo; mientras tantea la manera de ensanchar su cuota de poder acudiendo a todos los subterfugios imaginables en orden a agenciarse por vía de la intimidación y del abuso la adulación servil y el sometimiento incondicional de cuantos le rodean; mientras a tan descorazonadores e ingratos menesteres se aplica el grueso de la humanidad, yo, caro y óptimo Fabio, en mi rincón costeño de Los Ríos, ajeno a la trepidación de la ciudad, ensayo el viejo arte de cogitar a que nos convida la perenne sabiduría de la Antigüedad helénica y latina, cuando a guisa de supremo ideal de vida estampara el precepto, no porque hoy se lo desestime menos memorable, de “conócete a ti mismo”.
           
            Intento, Fabio, conocerme a mí mismo; y para llevar a buen puerto empresa de parejo calibre, la más gloriosa y fecunda a que podamos consagrarnos, no encontré guía mejor que Sócrates, el ateniense universal, quien dijera –lo cuenta Platón en su “Apología”- : “no debéis tener cuidado de vuestros cuerpos ni de ninguna otra cosa con mayor empeño sino de vuestra alma, de modo que sea lo más buena posible; sosteniendo que la virtud no nace de las riquezas, sino que de la misma virtud nacen las riquezas y todos los bienes para los hombres, sea en privado o en público.”. Y si juzgas que el fin que declaro, de puro ambicioso excede mi apocada inteligencia y frágil voluntad, no te quitaré razón, pues va de suyo que en tanto que moldeado con afrentoso barro humano soy –otra cosa hubiera sido insólita- criatura insignificante, no más preeminente que el anodino insecto… Empero, -repararás por lo que de inmediato afirmaré que no me cuadra el motejo de “pesimista” ni “amargado”- me incluyo en el número escandalosamente exiguo en los días que corren de quienes sin arredrarse porque se les acuse de incurrir en bobalicona credulidad,  no vacilan en proclamar que hay en el hombre, a fuero de consciente, inquisidor y reflexivo, una parte no ya humana y perecedera sino divina e inmortal.

            Palabras las que acaban de surgir de los puntos de mi pluma que, a no dudarlo, sonarán anacrónicas, extemporáneas por entero a los oídos del quidam “light” de nuestra tardo-modernidad atropellada, la cual, henchida de científica soberbia, se apresura a desembarazarse de todo postulado que no se aviene a la comprobación del experimento de laboratorio o se muestra reacio a recogerse en la transparente y confiable exactitud del enunciado matemático, insistiendo entonces cuantos así opinan en que el razonamiento cuyo valor de verdad no admite ser comprobado mediante los procedimientos de la observación controlada y el número no pasa de ser especulación fantasiosa, chuchería metafísica o ridícula superstición.

             En estos tiempos de exacerbado escepticismo, cuando es de buen tono presumir que no existen principios de universal validez y se ovaciona al que en materia de justipreciar las virtudes de la humana creación pone en solfa cánones y jerarquías, en la etapa de confusión e incertidumbre que nos ha tocado padecer, el amigo tuyo que estos renglones borrajea cifra su principal cuidado en levantar el trasnochado estandarte de la Filosofía Perenne, y contra viento y marea, en dirección opuesta a la trivialidad y nescienscia reinantes, se suma a las mermadas filas de los seguidores del Estagirita cuando advierte que “no hay que hacer caso a quienes aconsejan al hombre, dado que es hombre y es mortal, a limitarse en pensar meramente en cosas humanas y mortales; antes bien, al contrario, es necesario comportarse como inmortales por cuanto sea posible y hacer todo lo que esté a nuestro alcance para vivir según la parte más noble que existe en nosotros:”.

            Que desempolvar en pleno siglo XXI código semejante me gane la burla y vituperio de la raza filistea de los eunucos espirituales no es, Fabio, cosa que vaya a sorprenderme y mucho menos a privarme del sueño. Romper lanzas a favor de causas desesperadas no está de moda. Ni siquiera en la época del Quijote lo estuvo. Lo que de moda está en los corrillos de la gente ilustrada es gastar protocolo de erudito, hombrearse, siendo enanos, con los genios cimeros del pensamiento y el arte y optar por el predicamento de la académica mediocridad… Que lluevan pues los anatemas y las diatribas. Capearé el aguacero abriendo mi sonreído paraguas de indiferencia. Y en tanto arrecian las invectivas del hombre de la calle, siempre infalible en el error, de este mi solar isleño, no cejaré yo ni por un instante, imitando el ejemplo de los pensadores clásicos con quienes tengo –nunca lo oculté- una afinidad secreta y central, de empeñarme en  responder  las preguntas que hace al caso plantear: ¿quién soy?, ¿por qué estoy aquí?, ¿a qué debo abocar mi existencia?

            Estas son algunas de las cuestiones a las que pretendo consagrar mis ocios en tanto no me falte lucidez, tranquilidad y salud. Es por demás la razón de que escapando de la urbe y sus conminatorios apremios, haya venido a recalar en mi rústica vivienda de Los Ríos, preservada de las contrariedades del “mundanal ruido” gracias a su lejanía de los centros poblados y al piadoso descuido y afortunada impracticabilidad de sus vías de acceso.

            Mi única gloria, dilecto Fabio, es la que insistes en escatimarme al suponer que mi retiro al campo es punto menos que una defección por lo que toca a los deberes de hombre ilustrado, cuando lo contrario es la verdad. Sólo retirándome puedo dar cima a la misión para la que nací: descubrir quién es y qué vale el que se oculta tras el semblante familiar y enigmático que me devuelve el espejo cuando cada mañana al afeitarme lo contemplo..

            Mófense, pues, los murmuradores de oficio y demás baldados del ideal; cansados estamos de comprobar que la grandeza del hombre superior –que nunca alcanzaré pero a la que sin falta aspiro- se levanta sobre una montaña de calumnias…

            Así, en mi escondrijo de Los Ríos, sin hacer caso de los que por envidia me critican ni de los que con las mejores intenciones me exhortan a enfilar por diferente derrotero, seguiré, fiel amigo, estibando de añoro y esperanza el pesado navío de mis horas y observando apaciblemente lo que traen en sus cangilones uno tras otro los minutos.

             Sobre la cuestión atendida en las líneas que preceden, sospecho que en detrimento de la discreción y la mesura, me he despachado a expensas de tu civilizada tolerancia con desconsiderada prolijidad. Y pues curo no enturbiarte el buen humor martillando sin pausa en el mismo clavo, a no juzgar tú de otra manera, comentaré a seguidas cálamo currente otro de los reclamos de los que tu feliz epístola es puntual emisaria.

            Lamentas, Fabio, que mi obra ensayística y poética que tienes en tan alto concepto no haya encontrado “la acogida unánime que su calidad encomienda”; deploras que el grueso de mis libros, por haber aparecido en ínfimas tiradas que nadie se preocupó de reeditar, sean casi tan difíciles de hallar como la legendaria muela de gallina; te irritas de que autores que a tu entender carecen  de las prendas literarias  e intelectuales que tu benignidad confiere a mi creación asomen una y otra vez a la boca multitudinaria de los bibliófilos, ocupen con destacados titulares las columnas de la prensa, reciban los más codiciados galardones literarios y embolsen sustanciosos emolumentos de la venta aquí, allá y acullá de los millares de ejemplares que las más renombradas casas editoriales les publican…, y luego, haciendo acopio de afable candor, atribuyes en buena medida tan enfadosa circunstancia al hecho de que, con culposa indolencia me he desentendido por completo de la tarea irremplazable de difundir mis propias publicaciones, prefiriendo, acaso por inconveniente pundonor o por humildad no menos inoportuna, no hacerme vocero ante los posibles editores de sus virtudes, las cuales reputas, me temo que en menoscabo de la imparcialidad, por indiscutibles y encumbradas.

             ¡Caramba, caro y entrañable Fabio!, cuan lejos de la diana fue a parar tu saeta. En efecto, en lo que respecta al asunto que acabo de distraer del conjunto de pobladas lucubraciones que incluyes en tu epístola, habría que mostrarse por entero refractario a la sensatez para no concluir que sufres de un severo ataque de optimismo o adoleces de un repentino desfallecimiento de ecuanimidad. ¿A quién se le ocurre que la causa de que mi obra no haya despertado el interés del cliente promedio, el que acude presuroso a adquirir el más reciente best-seller publicitado por las aceitadas péndolas de la crítica…, a quién le pasa por las mientes que la razón de la escasa demanda de los poemas, relatos y ensayos de mi autoría con los que de raro en raro acierta a tropezar la mirada curiosa de algún desprevenido lector, ha de ser achacada a un supuesto abandono o incuria de mi parte por lo que hace a darlos a conocer?

            Es verdad, sí, cómo negarlo, que a diferencia de la casi totalidad de escritores de mi país que han alcanzado cierta notoriedad, nunca emplee mi tiempo –demasiado precioso- en abogar por los libros que he dado a la estampa, ni me he esforzado por colocarlos a la vista del público, ni me he tomado la molestia de interceder a su favor ante las instancias privadas o estatales, mercantiles o institucionales, que los editan, lanzan, fomentan, coronan, reconocen y avalan, avecindado a la convicción  -probablemente errónea- de que la obra, luego de publicada, ha de hacer sin el padrinazgo del autor su propio camino, a la espera de que su valía, en caso de que la tenga, la favorezca y acredite.

            Sin embargo, Fabio, endosar la nula resonancia de mi nombre en los circuitos comerciales que lucran con el libro al hecho de que me he resistido a cacarear como las gallinas cada huevo que ponen, es deducción extraviada que importa la premisa, incursa en desvarío, de que, tanto a la industria editorial como al consumidor ordinario de material impreso, interesan la intrínseca excelencia de los títulos que a la venta se ofrecen y no, cual es la infortunada realidad, satisfacer con nimiedades, y en no pocas ocasiones con basura, la necesidad de entretener los momentos de ocio… A riesgo de lucir presuntuoso, te diré, mi buen amigo, que si algo ha influido en la pobre difusión de mis escritos, no es –tenlo por cierto- que recién salidas de la rotativa las páginas que doy a la imprenta, me despreocupe de su suerte, sino que –tal creencia mi jactancia alimenta- su acrisolado abolengo artístico y hondura conceptual las vuelve insufribles para el obnubilado gusto, hecho a la superficialidad y la insignificancia, del hodierno bibliófilo. Porque ostenta mérito indudable y no en razón de haberme olvidado cabildear sus bondades, mi obra es desestimada por el gran público. La elegancia del lenguaje, la reciedumbre y nobleza del pensamiento, la elevación del ideal no están en boga en este alborear del año dos mil, cuando arrecia una literatura bastarda, un decir asiduamente desaliñado, una insoportable penuria imaginativa que se explaya sin rebozo sobre las más plebeyas, sórdidas y repulsivas experiencias a las que el ser humano –el de ayer, el de hoy, el de siempre- suele, en su inveterada torpeza, rebajarse…

            Cabe dirigir la mirada al charco de aguas pestilentes o a la noche estrellada; podemos –aunque no las tengamos- soñar con alas o arrastrarnos cual reptiles por el cieno; queda siempre la opción de adentrarnos en el laberinto sombrío de la incontinencia, la protervia, el envilecimiento y la degradación o alzarnos a la región transparente, inmarcesible, de nuestro agobiado transcurrir en pos del enigma insondable de lo eterno.

            Como elegí por carácter y por convencimiento frecuentar los parajes risueños donde campea por sus fueros la dignidad, la belleza florece y el espíritu, sobre el mástil del asombro, flamea su impoluto blasón, lo que escribo, Fabio, los temas sobre los que fabulo y discurro como también la manera de expresarlos, no consiguen agenciarse sino la indiferencia, la incomprensión y el escarnio del grueso de la gente que todavía acostumbra condescender a la lectura en un mundo refractario a la meditación donde la imagen, en menoscabo del lenguaje verbal, cobra de minuto a minuto más fervorosos adeptos.   

            Aliento la esperanza de que no serán nunca populares mis escritos, pues si bien no creo haya autor a quien la idea de que sus libros lleguen a mano de millares y millares de personas pueda disgustar, no deja de aliviarme saber que el multitudinario sector de adquirientes al que el negocio editorial orienta sus campañas de seducción publicitaria no presta la menor atención a mis trabajos; porque, reitero, sería motivo nada chico de alarma y ocasión de justificada autocrítica enterarme que la “estirpe de los necios” a la que Simónides se refería, para estupor del que estas líneas garabatea, ha dado ahora en encomiar lo que escribo, precipitándose en tropel hasta los estantes del librero a comprar obras de mi autoría de las que no curaba ayer ni mucho ni poco.

            Daría, en efecto, pábulo a desconcierto mayúsculo descubrir que el lector de gusto estropeado y anémica cultura, ese que los mercaderes del libro tienen en la mirilla a la hora de anunciar sus atractivas novedades, empieza de repente a deshacerse en alabanzas en torno a una creación literaria o filosófica para cuya inteligencia y fruición no está ni por asomo calificado. Cuando tan raro fenómeno acaece, me asalta la sospecha de que tiene una sola explicación: el indocto lector, mezclando barzas con capachos, ponderó equivocadamente lo que el escritor de intelectual solvencia jamás tuvo la intención de decir…

            Sea lo que fuere, daré remate a las consideraciones que en los párrafos que preceden me han impulsado a desperdiciar buena tinta y mejor papel, haciendo énfasis sobre lo que reputo por verdad que la observación de los hechos no ha logrado hasta ahora recusar: cuanto mayor es la popularidad de una obra, más probabilidades hay de que se resienta de futilidad. No carece tampoco de validez –viene a cuenta añadir- la afirmación contraria: a mayor trascendencia, belleza y solidez de la creación, más exiguo el número de quienes la aprovechan y encarecen. Esto es así hoy como fuera antaño y como previsiblemente seguirá siendo en el porvenir. Escribo pues, amable Fabio, para el reducido círculo de personas de mente cultivada y acendrada sensibilidad con el que es posible compartir grandeza y hermosura. El mayoritario lector de bagatelas me tiene sin cuidado. Es fama que Platón había colocado en la puerta de la Academia un letrero que rezaba “El que no sea geómetra, que no pase”… Y a mí no me molestaría estampar en la primera página de cada un libro que corre a cuenta de mi cálamo, la siguiente advertencia: “Quien no haya leído y releído a los clásicos, no se tome la molestia de abrir este volumen.”.

            No me pidas entonces, amigo mío, que ponga más ahínco en la promoción de mis publicaciones. Encarguemos de esa enojosa operación al tiempo, supremo e infalible juez, encomendándolas al favor de sus ínsitas virtudes literarias, virtudes que de no faltar harán que tarde o temprano los entrañables escritos que he concebido gracias a la asistencia generosa de las Piérides toquen, si la fortuna inconstante no me desampara, a las puertas de la posteridad… Y que opine la muchedumbre charlatana de los legos como le venga en ganas. En sintiéndome yo complacido con lo que escribo, me da un ardite el desdén o la mofa del borreguil rebaño. A la caterva de los emasculados del espíritu corresponde que repita aquí lo que con brusca jocosidad campesina exclamaba mi abuela y que de niño tantas veces escuché: “¡Que se los chupe un pato!”…

            En algún lugar de tu misiva haces un señalamiento que no creo importuno traer a colación. Se trata de una aseveración encomiástica  bajo la que sin embargo se insinúa también, si de apariencias no me pago, cierta sutil reprobación.  Dices: “No cesa de maravillarme cuando te leo la antañona elegancia de tu estilo, cuya ceremoniosa andadura rítmica y dicción culterana, en suma, cuya aristocrática distinción elocutiva y escrupulosa pulcritud gramatical están en los antípodas de la sensibilidad contemporánea, por modo tal que todo lo que brota de tu pluma, no embargante cautive por su nobleza y perfección, suena a desusado, anacrónico y demodé… A la fecha de hoy, ningún escritor de los que tenga noticia lima y pule la expresión con empeño parejo al tuyo. Hogaño el lenguaje literario si por algo se caracteriza es por su flexibilidad, desinhibición y ausencia de empaque retórico, un lenguaje que rehuyendo pompas y ornato, se impone la tarea de remedar la descompostura de la comunicación oral y la improvisada conversación. Frente a ese coloquial modelo al que responde al día la casi totalidad de la literatura acepta a los ojos del público, tu forma de escribir, en la que de continuo llama la atención el señorío de la palabra, la exquisitez léxica y la esmerada construcción sintáctica, no puede sino subyugar por mor de su majestuosidad e inaudito porte añejo, que deja en los labios un sabor a cosa exótica de admirable cuanto vetusta índole.”.

            En obsequio a le brevedad –severamente lesionada por estas desmedidas cuartillas con las que respondo a tu carta de Roma-, omitiré referirme, avecindado a fácil ironía, al hecho por demás obvio de que las rancias bondades que a tu juicio exornan mi estilo, dieran la impresión de haberse colado de matute, acaso por amistoso e involuntario contagio con mi manera de decir, en el dignísimo párrafo tuyo, de inveterada filiación clásica, que vengo de transcribir, al cual si algo sobra son lo otoñales y probados encantos del refinamiento, la galanura y la primorosa elaboración, prendas por las que       -de dar crédito a tus palabras- el espíritu de la modernidad manifiesta ostensible desvío.

            Ahora bien, atentaría estrepitosamente contra la verdad no reconocer que los términos que empleas para describir el tenor de mi escritura, lejos de errar el blanco  clavan la vira en pleno centro de la diana. Aciertas, dilecto Fabio, con sin igual perspicacia al abundar en torno  a la coloración arcaica de mi prosa. Nada de lo que apuntas  está fuera de propósito. Avanzo a más y digo que sobre el tema abordado en el pasaje de tu autoría que acabo de reproducir, nadie se ha expresado de manera más clara, rotunda y pertinente… Empero, procede asimismo agregar que si alguien está enterado del aire anticuado y acaso desconcertante de su escritura, puedes apostar que ése soy yo; arcaísmo que me es consubstancial y que cultivo a pesar de haber dado sustento a las irrespetuosas chanzas a que es afecta la turbamulta de plumíferos que me honran con su animosidad. Que si de algo he estado sin excepción en autos, es de que por temperamento y formación soy hombre chapado a la antigua. No me ruboriza en lo más mínimo, al contrario, me enaltece que tachen mi estro  de obsesivamente apegado a la tradición, estirado y extemporáneo. Quienes por modo tal me estigmatizan piensan que el peor defecto que cabe atribuir al estilo de un autor es su falta de actualidad, esto es, que la obra carezca de las sólitas credenciales del hodierno gay trinar.

            ¡Cuan descaminados están! Para empezar, la modernidad no es ni ha sido nunca una categoría estética; de donde importa onerosa confusión pretender menoscabar la trascendencia artística de una creación cualquiera, porque no responda a los prejuicios que sobre lo nuevo o lo flamante o lo “in” ha establecido cierta usanza contemporánea. Negar entonces modernidad a una manera de escribir con la mira puesta en descaecer las prendas literarias a que diere lugar dicha manera, es sacar las cosas de quicio, es inconsecuencia sin ejemplar que no habla a favor, ¡vaya que no!, de la lógica de quien así argumenta.

            Lo que ocurre –déjame, Fabio, concluir el baile pues me sacaste a bailar- es que la iletrada petulancia y aldeanismo mental de infinidad de individuos que no tienen como escritores otro valimiento que el haber publicado dos o tres fruslerías, se empeña aún, con retraso de casi un siglo, en seguir arbolando la consigna de que es imperativo ser moderno, desiderátum descabellado que las vocingleras vanguardias de principios de la pasada centuria pusieran en candelero en su iconoclasta afán de demoler con estériles extravagancias el baluarte inexpugnable de la cultura clásica. Tales obsoletas vanguardias, que en punto a producción tan abrumadora cantidad de páginas prescindibles publicaran –porque, preciado amigo, si algo ha envejecido son, con las contadas salvedades de siempre, sus indigestos e inhóspitos escritos-, si bien ahora, precisaba, el grueso de los planteos de sus populosos manifiestos mueven a hilaridad, no hay que poner en tela de juicio que el escandaloso protagonismo que ganaran en el escenario mundial de las primeras décadas  del siglo XX, se nutrió de la crisis espiritual en verdad profunda provocada por las terribles convulsiones sociales (guerras espantosas, drásticas mudanzas de las costumbres, incorporación de decisivas innovaciones técnicas) que en ese período, sobre la entera esfera del planeta, tocó experimentar a una humanidad cada vez más inquieta, excitable, desorientada y temerosa. He aquí, empero, que como las aceleradas y radicales transformaciones en el orden material, al igual que en el plano de las ideas, no sólo no han cesado desde la ya remota fecha en que las vanguardias hicieran irrupción, sino que continúa acentuándose su turbador impacto, de resultas de ello entre los escasos principios del trasnochado dogma vanguardista cuya boga no ha sufrido merma está el que el escritor y el artista, como aludíamos líneas atrás, han de procurar ante todo ser modernos.

            Del razonamiento que antecede se desprende entonces, gentil y acucioso Fabio, que mis escritos, por más que su atuendo verbal remita a la elocuencia de una Antigüedad literaria venerable y procera, no son cosa del pasado, no son fabulaciones inactuales, y esto así porque -es incurrir en perogrullada recordarlo- las páginas que calzan mi firma fueron alumbradas recientemente y no siglos o milenios atrás. No soy de ayer, aunque el ayer que admiro en mi pluma reencarne…Y es que en lo concerniente al quehacer literario nadie, ni siquiera la más robusta y original de las péndolas esquiva las influencias. No se me oculta que al presente, secuela de los desmanes vanguardistas que poco antes censuré, prevalece la manía de que para sobresalir el escritor debe perseguir la originalidad, la cual suele concebirse como la particularidad de no asemejarse a nada conocido. De ahí que en el terreno del arte de la palabra la “influencia” haya cosechado    -legado del romanticismo- pésima reputación y que al escritor de poca monta, es decir, a la inmensa mayoría de los que hoy por hoy  perpetran novelas, cuentos, ensayos y poemas, nada atemoriza tanto como traslucir la impronta de algún cálamo ilustre.

            A Dios gracias, no obstante ser mi conducta pasible de muchos garrafales extravíos, entre ellos no están la obsesión de originalidad ni el horror a las influencias. Pues siempre supe que la valía de un autor no se mide por la rareza de su escritura sino por la reciedumbre y brillantez de su expresión. Sólo el literato de menguado peculio espiritual e inspiración raquítica –raza infortunadamente numerosa- evita frecuentar las obras de los maestros eminentes para no verse avasallado por su magnificencia…, y no anda huérfano de razón el tinterillo que usufructuando en mala hora título de novelista o de poeta, hace profesión de ignorar, so pretexto de sustraerse a su ascendiente, a los más conspicuos representantes del pensamiento y el galano decir; que va de suyo que el efecto de la contemplación de la excelencia es similar al que ejerce el persistente ventarrón sobre la llama: al alma exangüe, al numen decaído como a la feble vela apagará, en tanto que al plectro enérgico y fornido avivará hasta convertirlo en espléndido incendio.

            A tenor de lo argumentado, en todo momento cortejé la supremacía de los clásicos. Sólo los escritores de la plana mayor me satisfacen. No despilfarro mis horas irrecuperables con los ujieres de la pluma. La perfección me atrae por modo irresistible; ante ella, no más que ante ella rindo mis pabellones. Porque, agudísimo Fabio, dificulto me reconvengas por haber siempre creído que la mente  despejada y el ánimo dispuesto no han de conformarse con menos que lo mejor. Que se avenga a la medianía quien no tiene arrestos para el desafío de las cumbres. De Homero a nuestros días se han escrito demasiadas obras memorables, cuya belleza y humano espesor serán difícilmente superados, como para que demos en la veleidad de interesarnos por la cuadrilla de tagarotes que según anuncia el cintillo de portada han vendido sus libros por decenas de miles. Como ando abastecido de buenas razones para sospechar que el gusto de la mayoría de la gente se resiente de falta de rigor y estrechez de mira, el hecho de que un libro se convierta en best-seller, lejos de recomendarlo, en mi opinión –tal vez errada- lo pone en entredicho. Tengo en poco el número de sus compradores como criterio para aquilatar las bondades de un escrito. Se me hace fuera de propósito suponer que la preferencia de la multitud por un libro cualquiera arguya a favor de su valía. Si así fuera no tendríamos otra opción que aceptar el escaso mérito de los creadores de mayor predicamento, pues hasta donde he podido comprobar, a pesar de su fama y de que el veredicto inapelable del tiempo los pondera como la flor y nata de la expresión artística, autores de la talla incomparable de Platón, Sófocles, Virgilio, Dante, Cervantes, Shakespeare o Goëthe, aunque se estudian en el aula y el lustre de la tradición nimba sus nombres, no han gozado nunca –me atrevo a sostener- de la predilección del lector ordinario.

            Empero, advierto que apartándome de la cuestión que había comenzado a desenvolver (la naturaleza inactual o demodé de mi estilo literario), resbalé por la pendiente de las digresiones baldías; así las cosas, a no juzgar tú de otra manera, me aplicaré en los renglones que siguen a reparar los estragos de tan dilatado paréntesis, retomando donde lo dejé el hilo roto de mi cavilación…

            Si al cabo estoy de lo que pasa, quienes niegan el pan y la sal a mi forma de escribir restándole validez y pertinencia, fundamentan su dictamen, asaz deletéreo, en la circunstancia de que mi prosa pertenecería a un tiempo y gusto estético definitivamente perimidos. De darles crédito, las buenas maneras expresivas han caducado y ya el atildamiento de la frase, la precisión, abundancia y viveza léxicas, el armonioso fluir de un amplio y bien construido período, en fin, el ornato retórico de un discurrir que procura que rigor y hondura conceptual vayan de la mano de una elocución levantada (la cual, sin atentar contra la feliz tradición de la claridad y sin hacer tampoco concesión ninguna a la vaga y fogosa hipérbole, se revele digno atuendo verbal, deslumbrante como la Helena de Eumelo y dulce cual las fuentes del Pactolo), semejante modalidad de escritura, según arguyen, Fabio, tales presuntos entendidos, no tiene cabida en los tiempos que corren y, por si fuera menudo dislate lo registrado en las líneas que preceden, aseguran y remachan cuantos abominan de mi estilo que el esmero en el decir (único capaz de enrumbar por vías descampadas las ideas lisonjeando el oído, excitando la imaginación, desperezando el sentimiento estético a la par que recompensando y aplacando el ansia de saber y la curiosidad de la despierta inteligencia) sería al día de hoy -desafueros de la incompetencia reinante- un género de elocuencia pomposamente desfasado al que el lector hodierno echará en cara, así tropiece en la página con él, artificiosidad y afectación.

            Nada iguala, Fabio, la acritud con que rebajan la belleza los que se saben incapaces de abrazarla. Hoy, cuando queda escaso lugar para la elevación de las almas y sobre todo se castiga en quien muestra rasgos de nobleza y altivez, el desafío insensato de una aspiración superior, yo, en tanto que escritor apegado al clásico modelo de la Antigüedad greco-romana, no curo de los desaires a que es proclive la ignorancia ni me pongo a cubierto de sus agrios reproches, pues he tenido siempre por norte que la literatura destinada a vivir más allá del día no es raro sea la que los contemporáneos de su autor miren con mayor desdén, circunstancia esta que ni por asomo me hará claudicar de mis principios, induciéndome a renunciar a las vetustas galas del airoso decir. Antes que eso, prefiero pagar en moneda de incomprensión la que entiendo es acaso la única excelencia incuestionable de mi palabra.

            Y si piensas que el empeño que pongo en repujar la frase, en tornarla deleitosa y amena amén de incisiva y contundente frisa con la obcecación, te responderé que aparte de que al proceder por modo semejante no hago otra cosa que imitar con intachable esmero a los más primos en el escribir, sería tomar erradamente la cimbra por el edificio suponer que mis afeites de estilo merecen se les enrostre el adjetivo de exagerados, pudiendo dar motivo dicho exceso a la sospecha de que la prolijidad y discursivas galas a que mi cálamo es proclive se resuelve en mera ansia de sobresalir o –acudamos al expediente de un lenguaje paladino- tan solo acusaría literaria vanidad. No es el caso mío, pues si bien es cierto que el amaneramiento retórico que me acriminan acaso trasluzca buena dosis de coquetería literaria, habida cuenta de que nada me regocija tanto como amonedar el pensamiento en una frase grata y esplendente, ten por seguro que lo que persigo al expresarme del modo en que lo hago no se contrae sólo al propósito de ennoblecer la palabra por mor de la belleza –aun cuando sea este inobjetable cometido-, sino que, al constatar con espanto cómo puja y recrudece la mala literatura, cómo se propaga, escandaloso, el desaseo verbal, cómo plumas imperdonables y mínimas condescienden a la bellaquería y la insufrible vulgaridad, se me hizo cada vez más obvio que aprestarse a la defensa de la pulcritud lingüística sin escatimar esfuerzo en la tarea de rescatar las preteridas gemas de la elocuencia clásica, era para cualquier espíritu instruido y animoso obligación impostergable de adecentamiento que rebasaba la restringida esfera de la experiencia artística en lo atinente a la escritura para encararnos con lo humano esencial…

            Así hablas, así eres… Quien con su palabra rinde parias a la perfección, ofrece al resto de los hombres ocasión de crecer y mejorar. Un discurso armonioso, de radiante abolengo no sólo es admirable por la fascinación que suscita su apariencia, sino que es enormemente deseable también en gracia a su virtud moral. Sin mengua de la coherencia, sin desdoro del recto sentido, la lógica y la inteligibilidad, todo escrito de preclaro linaje huirá tanto del decir infectado de objetividad, apegado a la geometría helada del concepto, como del demasiado alto diapasón de una prosodia propensa a la ardua bisutería; esquivará con idéntico celo tanto el desarreglo, la facilidad, la indigencia léxica, las redundancias y languideces, como el extemporáneo énfasis y los hampos retóricos de una vena lírica descontrolada, todo ello en función  de decantar de desorden e impureza la expresión para que, emancipada del andador de las citas, liberada del copioso y menudo aparato documental, reduzca la abundancia a líneas griegas desde la perspectiva paradigmática y fecunda del irrenunciable culto heleno de la forma… Que la hermosura es el resplandor de la verdad del Ser; y quien de esa verdad se aleja, de la luz de lo inmarcesible se distancia; por consiguiente, no se equivocaba el Sócrates platónico cuando en el “Fedón” aclara: “hablar incorrectamente no es sólo una cosa por sí misma incorrecta, sino que además daña a las almas.”. El lenguaje procaz, las locuciones a ras de tierra, la penuria imaginativa y un decir exánime, falto de entereza de corazón y claridad de juicio, no sólo es feo y desagradable, sino también vergonzoso, indecoroso, innoble. La disformidad, sobre ofuscar, afrenta la sensibilidad del hombre de superior cultura.
             
            Pretendo, Fabio, que lo que escriba dure, y  aunque estoy impuesto de que no todo lo que se hace con el propósito de que dure lo consigue, nada dura, sin embargo, si no se hizo con la esperanza de durar.

            De lo que llevo dicho se desprende que la incuria que revelan las artes literarias contemporáneas son directa secuela de un estado de espíritu signado por la inmediatez y la alucinada carrera tras las prebendas materiales y el ascenso social, carrera que consumiendo casi la totalidad del tiempo de que dispone el escritor, no le deja reposo para cincelar a su sabor y sin presiones la palabra, de modo que la alquimia del arte engendre una manojo de páginas de fervorosa índole, de acrisolada estirpe, capaz de resistir con fortuna el embate implacable de los años. Quien no aspira a legar a su gente obra de trascendencia, jamás la podrá hacer. De quien sólo se interesa por el aquí y ahora y el éxito medido en términos de prestigio, riqueza y poder, nada hay que esperar salvo la melancólica acción irreparable del polvo y el olvido.

            Por lo que hace a la cuestión planteada, con lo anotado me doy por satisfecho. Pasaré entonces de inmediato, siempre que tu benignidad no me desampare ni haya con mal pie descalabrado tu paciencia, a hilvanar dos o tres cogitaciones, tal vez caprichosas, que fraguaran en mi mente al leer los párrafos de tu misiva en que abordas, sin pretensión de agotarlo, el espinoso problema del contraste entre un mundo que la ciencia y la tecnología han modelado dando lugar al descomunal aumento de los conocimientos y de sus aplicaciones prácticas, y una humanidad que pese a disfrutar de las mayores comodidades y la más abundante y rápida información, nunca se había sentido tan desvalida, conturbada y confusa.

            Me sacarán verdadero si, a manera de exordio doy suelta una vez más a mi estupor y contrariedad, coincidiendo contigo en que la contradicción a que te refieres es real y grave, al punto de constituirse en piedra de escándalo sobre la que ninguna persona  alarmada por el destino de nuestra civilización o –no creo exagerar- a quien pura y llanamente concierna la supervivencia del homo sapiens, dejará de añudar sombrías reflexiones.

            Ahora bien, la magnitud y dificultad del asunto traído a colación requeriría para su adecuado análisis de un examen exhaustivo que no viene al caso acometer en las pocas cuartillas a que debe ceñirse la cortesía epistolar. En efecto, no es cosa de coser y cantar ni de liquidar a humo de pajas semejante cuestión; no al menos si nuestro propósito, lejos de circunscribirse a reiterar superficiales lugares comunes, apunta a derramar algo de luz desde el horizonte siempre aleccionador de nuestra experiencia personal.

            Entonces, obligado a la concisión –y sabes bien que no soy ducho en los primores del laconismo- intentaré apañármelas echando a rodar sin orden ni concierto un par de observaciones que mi vanidad acredita como de cosecha propia, pero que a buen seguro han sido formuladas con anterioridad por intelectos mejor apertrechados que el mío.

            Así pues, cobremos ánimo y ya veremos por donde se les antojará salir a estas ideas, si por la puerta de marfil o por la de cuerno… Me parece, Fabio, que a nadie cogerá de nuevas que si bien la ciencia ha brindado al hombre y sigue brindándole una enorme y siempre creciente cantidad  de útiles noticias acerca del mundo; si también están fuera de discusión las ventajas y adelantos que ha puesto a nuestro alcance el desarrollo tecnológico que aquella ha favorecido (beneficios incorporados a las costumbres por tan arraigado modo que de ellos no es concebible a estas alturas prescindir); y si, por último, no es menos ostensible verdad que el saber científico ha contribuido en medida notable a la desaparición de nocivas supersticiones y prejuicios de centenaria data perpetuados, tengo por enteramente digno de fe que la concepción estrechamente materialista y cuantitativa de la realidad a que inclina el específico trato experimental de prueba y error empleado por el especialista en su afán de exactitud para explicar los fenómenos que estudia, tengo, repito, por análogamente verosímil que en grado harto más perjudicial que los males nada escasos y nuevos  a que nos enfrontan los avances de la ciencia y la tecnología -como es el caso del trastorno climático mundial, la contaminación a nivel planetario y el poder destructivo devastador de las armas nucleares, etc.-, peor que todas estas calamidades es, en cuanto puede conjeturarse, la extendida creencia a que ha dado pábulo la visión científica del mundo consistente en suponer hecho irrecusable que la realidad, es decir, todo aquello a lo que cabe atribuir carácter de existencia, se circunscribe a la dimensión física de las cosas, a lo que puede ser aprehendido mediante los sentidos y consiente someterse a los dictados del enunciado matemático, en el entendido de que lo que no admite ser trasvasado a cifra ni tolera ajustarse a los unilaterales métodos de la comprobación empírica es falso, desestimable y fantasioso.

            Es notorio –hasta para los ciegos saltará a la vista- que pareja concepción de recalcitrante positivismo que la hegemonía y reputación de la ciencia han propiciado, sólo conseguirá, como de hecho ha sucedido, hacer encallar el espíritu humano en la sirte del más estéril y gravoso nihilismo. Porque a poco damos en la creencia de que el mundo visible -mundo donde todo se extingue y periclita- es el único real, pasa lo que Nietzsche, el amargo deicida, con corrosiva lucidez expone: “El valor de la caducidad: algo que no tiene duración, que se contradice, que tiene poco valor. Pero las cosas que nosotros consideramos duraderas son, en cuanto tales, puras ficciones. Si todo transcurre, la transitoriedad es una cualidad (la “verdad”); la duración y la inmortalidad son solo una ilusión.”. Dictamen del filósofo teutón el que acabo de citar a cuya poderosa lógica no es permisible sustraerse si admitimos la premisa del materialismo ontológico al que la concepción científica responde, de la que se deriva que todo lo que es, o bien se nos presenta en tanto que realidad física, o bien se nos muestra como un simple epifenómeno de ésta.

             Por descontado, semejante visión, mito supremo de la modernidad, arroja al ser humano -¿podía acaso esperarse otra cosa?- a la soledad, la incertidumbre, el desvalimiento y la angustia. En resumidas cuentas, lo sume en el infortunio. Pues cuando el hombre reflexiona sobre lo que le rodea porque quiere y necesita dar respuesta significativa a sus interrogantes de fondo, no le esté permitido desentenderse de la metafísica –como infructuosamente pretende Nietzsche hacer-, como, dando las espaldas a lo que importa, hace el común de la gente.

            El origen, Fabio, de la inconsecuencia que certeramente registras en lo que atañe a la situación paradojal del hombre contemporáneo, que nunca antes había tenido acceso a tantos y tan variados conocimientos ni a la proliferación de inventos útiles a que el Merlín de la tecnología ha dado lugar, y sin embargo, como jamás le había ocurrido antaño, se siente hoy desventurado e indefenso, pareja antinomia, insisto y proclamo, es aquí y sólo aquí donde hay que buscarla: en la circunstancia de que en canje de la abundancia material y vida regalada que el desarrollo exponencial de la ciencia hace posibles, hemos pagado el precio exorbitante de la pérdida de los valores cardinales que hasta hace poco fueron –en ello va nuestro crédito- la gloria incontestable de Occidente.

            Al prescindir de lo suprasensible, de lo que no se ve, ni se mide, ni se pesa, al abandonar los ideales de unidad, ser, finalidad y trascendencia, al convertir la ciencia en fetiche, extrapolando a la totalidad, al entero, por modo ilegítimo, a lomo de abusiva e inaceptable generalización el saber que sólo es válido con relación al ámbito específico de cada disciplina, al no percatarse de que hay plurales modos de conocimiento y que la comprensión científica, no obstante su indiscutible preponderancia en virtud del dominio que otorga, es sólo uno de ellos, al no caer en la cuenta de que las categorías que sirven para pensar la globalidad, “el ser en cuanto ser” a que Aristóteles se refería, son diferentes de las que corresponden a las partes, y que la ciencia es siempre ciencia de las partes –y por ende parcial- y nunca conocimiento volcado hacia el absoluto; en resolución, al echar con displicente suficiencia la metafísica al desván de los trastos de la abuela, sin curar de que entonces hasta la misma reverenciada razón científica estaría en peligro de estancamiento y trivialidad horra de todo ontológico espesor, y al no parar mientes al hecho de que sin cavilación  metafísica no hay manera de conferir sentido al universo y a la existencia humana, por todo lo aseverado y por lo que todavía resta por decir y no diré, los hombres y mujeres de este segundo milenio que preludia exhibiendo al horizonte oscuros nubarrones de tormenta, son presa del vacío y la insignificancia, víctimas de una íntima inconformidad, de una desconsoladora futilidad, de un doloroso sentimiento de inanidad y parásita impotencia cuya causa es –no hay que buscar otra- la convicción de que se está aquí por mero azar, por un conjunto fortuito de circunstancias cósmicas, y que la vida consciente no tiene propósito ni fundamento… De ahí el afianzamiento de la conducta “light” propio de los tiempos que corren, tiempos a los que una académica necedad ha denominado postmodernos; de ahí el predominio de lo ligero, la exaltación de lo intrascendente y efímero, la glorificación de la superficialidad, marca de fábrica de nuestra obtusa época. Pues es perfectamente compresible, aun cuando no justificable, que ante el absurdo a que se contrae la ausencia de ontológica densidad y la carencia de valores de universal y permanente alcance, se reaccione volteando la mirada hacia otro lado, no importa hacia donde mientras no sea hacia el Misterio, mientras no sea hacia lo inexplicable o, digámoslo así, mientras no sea hacia la propia incognoscible, y por tanto amenazadora, mismidad.

            La ciencia ha dado al hombre conocimientos y poder, mas no sabiduría. Y el conocimiento sin la sabiduría es la más segura receta de infortunio… Contémplalo, Fabio: va a tu lado, camina por la acera por la que tú caminas, se desplaza veloz pues siempre tiene apremio, responde a la mención de María, Teresa, Pedro, Alejandro, Juan     -que nombre no le falta-, y en febril agitación que no cesa ni cuando reposa conversa contigo y entonces da la impresión –falsa impresión- de que está satisfecho y sabe a donde sus pasos se dirigen… Es el hombre cáscara de hoy que en todas las cosas hurga con avidez curiosa y en nada profundiza; es el sujeto estólido de una estólida era; el que le ha visto tan siquiera una vez, no debe ya buscar a quien llamar palurdo.

            Somos capaces de reconocer en las cosas de fuera únicamente lo que tenemos dentro. Cuando el vacío se ha instalado en el alma, sólo podrán los ojos, no importa con qué topen, advertir el vacío. La realidad que estamos observando tiene la fisonomía y exacta dimensión de la pupila que la observa.  No logrará la mente penetrar la verdad, si a priori ha decidido que la verdad no existe. Al de encogido espíritu le es imposible concebir la grandeza. Bien lo sabía Séneca cuando en las “Cartas a Lucilio” declaraba: “A las cosas grandes hay que juzgarlas con ánimo grande, de lo contrario atribuiremos a las cosas defectos que son nuestros.”.

            Pero la dignidad de ser –más allá de vivir- no está de moda. El nihilismo sí, y el hombre nihilista donde quiera que mire sólo la nada encontrará.

            Toca callar ahora, prominente amigo. Temo, en efecto, que esta respuesta  mía a tu carta de Roma ha infringido con mucho las recomendables normas de la urbanidad epistolar. No embargante, por nada del mundo desearía concluir mi franqueo postal en tono fruncido y quejumbroso. Pertenezco al contado número de los que la Fortuna ha tratado con inusual benevolencia. Derecho a la amargura y al plañido no lo tengo. Así, te ruego, Fabio, no vayas a colegir del talante lúgubre y avinagrado de los razonamientos que preceden, que me estoy consumiendo en la taciturnidad. Mi ánimo ostenta la misma limpidez del marino horizonte que tengo ante la vista. Gozo de una dulce placidez, de un íntimo sosiego que si me resisto, para no pecar de vanidoso, a llamar felicidad, harto se le parece; y si los pensamientos con que he colmado a reventar el carretón crujiente de estas cuartillas pueden por su crudeza y acritud dar distinta impresión, culpa de ello a la naturaleza poco halagüeña de los temas que abordé y cúlpate a ti también, que los pusiste sobre el tapete, de haber incitado mi pluma  a comentarlos.

            Me dispongo ahora a disfrutar de un chapuzón en las tibias aguas del mar Caribe. Después de tan onerosas disquisiciones, creo que me lo he ganado… Dios te dé salud y deseos de volverme a escribir. Desde los aledaños del recuerdo, te estrecha en abrazo fraterno,



                                                      
                                                        Filócrates